Que ver en el Tíbet

Foto del Palacio del PotalaLhasa, la mítica capital del Tíbet, presenta un aspecto contradictorio.

La parte china, con aspecto de ciudad occidental avanzada con sus shoppings centre y tiendas de marca, difiere del sector tibetano, que aún conserva su carácter tradicional, su red de callejuelas y mercadillos ambulantes. Con la ocupación china la ciudad ha perdido su viejo misterio, pero no su carácter sagrado y espiritual.

Dominando el horizonte se alza el palacio del Potala, construido en el siglo XVII por el quinto dalai-lama, que alberga más de 1.000 habitaciones. El que fue hogar del dalai-lama hoy cumple funciones de museo, con sólo los últimos tres pisos del palacio abiertos al público.

En el casco antiguo está el templo de Jokhang, construido en el año 640 para albergar la imagen del Buda Sakyamuni, que hoy sigue siendo la más venerada del país y el motivo de largos peregrinajes. En su interior, en penumbra y sumergidos en una atmósfera saturada de aroma de incienso, se forman largas colas de fieles para recibir la bendición.

A su alrededor está la plaza Barkhor, mudo testigo de graves incidentes entre la policía china y los tibetanos. Me siento en un rincón observando simplemente a los peregrinos que provienen de todos los rincones del país; sus rasgos y atuendo delatan su origen.

Lhasa también es el punto donde todos los viajeros llegamos en busca de otros viajeros a fin de poder compartir un transporte privado para acceder a lugares inhóspitos donde difícilmente llega el transporte público. Aunque la mayoría vienen o van a Katmandú por la carretera de la Amistad, tal como la llaman los chinos, no solo deseaba conocer esa carretera que atraviesa lugares históricos y monasterios importantes, sino que quería llegar al campo base del Everest y acceder a la más difícil aventura que puede ofrecer el Tíbet: la desolada región occidental, uno de los lugares más inaccesibles de la Tierra, donde los transportes son prácticamente inexistentes, el escenario imponente y vacío, las poblaciones remotas y escasas, y, sin embargo, en ella se encuentra uno de los centros de peregrinación más importantes del mundo: el monte Kailas, y el lago Manasarovar a sus pies.

Gyantse. Situada sobre el fértil valle de Nyang Chu, la ciudad evoca románticas imágenes medievales del Tíbet antes de la ocupación china de 1959, e invita a pasear por su avenida principal arbolada y por callejones estrechos en busca de la tradición cultural tibetana más profunda. Paseando se manifiesta la perfecta armonía de que gozan las aldeas tibetanas con su entorno. Sus casas me parecen un fiel reflejo de la forma de ser de los tibetanos: como ellos, son sencillas pero acogedoras, pobres pero alegres, herméticas pero abiertas al visitante. Las casas de piedra tienen el techo plano para almacenar excrementos de yac –el animal por excelencia de los tibetanos– utilizados como combustible para cocinar.

Shigatse, la segunda ciudad del Tíbet, dividida en dos mundos: el chino, con sus anchas avenidas asfaltadas, y el pobre mundo tibetano, con su ambiente medieval de casas blancas y rectangulares. Entre ambos mundos, los tibetanos se han convertido en ciudadanos de segunda clase en su propio país.
Tashilumpo, el monasterio que constituye el hogar del panchen lama, es la principal razón para visitar la ciudad. Pocas experiencias se pueden comparar con la visita a un monasterio budista en el Tíbet y con las muestras de fervor que los fieles manifiestan en ellos. Sus interiores se hallan sumidos en la penumbra y un fuerte aroma a rancio domina la atmósfera, que emana de cientos de candelabros que arden consumiendo manteca de yac, que los peregrinos se preocupan de reponer durante sus visitas. Sobre sus columnas penden hermosos colgantes de seda bordados con hilos de oro, mientras que sus paredes están cubiertas de estanterías con figuras de Buda y pinturas religiosas. A la puertas del monasterio se agolpan los peregrinos, que parecen no agotarse de tanto realizar postraciones, seguramente pagando su mantra personal y secreto con Buda. En su interior, con voz cavernosa, los monjes se sientan con las piernas cruzadas a recitar mantras . Casi todos son de aldeas alejadas y están aquí porque sus familias han seguido la vieja tradición que les obliga a entregar un hijo varón al monasterio.